Fredy Muñoz Altamiranda | Cambur verde mancha
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El inicio de la última semana de septiembre marca el equinoccio primaveral para el Sur del planeta.
El camino a la Antártida se hace más luminoso y los pueblos sureños despiertan de un invierno que tiene más de un encanto.
Las caléndulas brotan de cada grieta en el pavimento. Los árboles que parecían muertos, de repente despuntan en retoños y flores, convirtiendo el ánimo en una precipitud de emociones que sobreviven a pesar de los tiempos del Sistema.
Porque siempre habrá ocasión para detenerse y sonreír ante un naranjo en flor, que perfuma la parada del autobús donde la gente se junta sin saludar. Siéntanlo igual, la primavera no cobra por eso.
Arriba en el Norte sucede lo contrario y los árboles desvestidos son la antesala del frío.
Para quienes nacimos en la cintura del mundo, sentir este vaivén de estaciones es un regalo que nos pausa el paroxismo de vivir en una primavera permanente.
Nuestras estaciones son dos, aunque nuestros campesinos se las hayan ingeniado para dividirlas casi en tantas como las tienen nuestros hemisferios.
Por toda la línea ecuatorial sólo conocemos el calor seco de nuestros veranos, y el calor húmedo de nuestras temporadas lluviosas.
Sin embargo, en medio de ellas, unas pequeñas estaciones nos muestran los lujos de la naturaleza amazónica, para los americanos, o centroafricana para el continente madre, las Filipinas, y el archipiélago indonesio en el Asia insular.
En el caribe tenemos varias primaveras al año. A principios de mayo, una sequía que nos marca el ánimo disperso desde mediados de diciembre, es interrumpida abruptamente por un aguacero que lava todo el hastío de la canícula y los llamados días santos.
Florecen los guayacanes, o los araguaneyes, tiñen los cerros de amarillo, y en las tierras bajas el púrpura de los apamates conforma nuestra equivalencia equinoccial con el septiembre sureño.
En esos días el campesino tenía ya la tierra lista para el primer maíz del año, que se recogerá verde o jojoto a los sesenta días, y el mes de junio, cuando esa ola de lluvias se detenga, marcará el tiempo de la cachapa y de los bollos, que coincidirá con la preparación de las humitas de choclo desde el Ecuador hasta La Patagonia, y que se cocinan con recetas disímiles.
La primavera que se recibe hoy en el Sur marca un paroxismo en la huerta. Sacando las habas vendrán los choclos, los tomates, los ajíes, los porotos o frijoles y el zapallo, que se guarda para la fritura de sopaipillas en el próximo invierno.
En la primavera sureña de septiembre sucede la Milpa que desde Guatemala hasta el Ecuador, sembramos en mayo.
En la primavera ecuatorial de mayo llega el mango, la reina de las frutas desde el Amazonas hasta Filipinas, y otra serie de frutas tropicales que son la dieta esencial de nuestra fauna selvática.
Luego, la mitad del año marca un verano que los fastos católicos dedican a San Juan el bautista, el 24 de junio, pero que realmente es el solsticio de verano para el hemisferio Norte, y de invierno para el Sur.
Mientras los sectores del planeta más o menos expuestos al sol experimentan estaciones radicalmente opuestas, en el centro del mundo vivimos una pausa que nos será cobrada con creces.
Las temperaturas enfrentadas en cada hemisferio chocarán en el cinturón amazónico y el Caribe, provocando las tormentas que caracterizan nuestro segundo invierno del año: la temporada de huracanes.
Y en esa temporada el campo vive un segundo arrebato productivo, y se da el aguacate en toda la franja costera colombo venezolana, y se siembra un segundo maíz, y todo lo que podamos sembrar en nuestra primavera recurrente, para tener hasta finales del año.
Se le llama maíz de segunda a la segunda siembra alimentada con las lluvias de las tormentas del segundo semestre del año. Y yo la considero nuestra segunda primavera.
Mantenerse dentro de estos renglones climáticos, y referir la producción a estos comportamientos naturales, nos acerca a la agroecología. Es más, tenemos la obligación de comportarnos como la naturaleza nos dice. A pesar de los evidentes cambios climáticos en el planeta, la naturaleza insiste en ordenarse y darnos un calendario de rutinas que contribuyan a nuestra presencia, aunque nosotros insistamos en la agenda extincionista.