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Guardianas de la biodiversidad en Amazonas

Las comunidades amazonenses y la ciencia trabajan juntas para proteger a las abejas sin aguijón, a su entorno natural y a la continuidad de las tradiciones huottö̧ja (piaroa)

por Soriana Durán
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Soriana Durán / Fotos Yrleana Gómez

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La tierra amazonense tiene mucho por mostrar al resto de Venezuela. Más allá de sus extensas llanuras y serranías, aquello que existe entre matorrales y caños del ecosistema megadiverso que la caracteriza es una promesa para la vida. Basta con pasearse en la periferia de Puerto Ayacucho para darse cuenta de lo mucho que falta por descubrir –en ámbitos de la ciencia, la cultura y la biodiversidad–.

Aquí, el calor intenso y húmedo parece un sauna. La lluvia aparece sin aviso, rompiendo la sequía con latigazos. A pesar de esto, la gente se desplaza lenta y aparentemente despreocupada, tanto en el corazón de la ciudad como en la vastedad del macizo guayanés. Sobre eso hay una anécdota; ya había caído la noche en Paria Grande, comunidad huo̧ttö̧ja̧/piaroa ubicada al sur del municipio Atures, cuando llegó un señor, también huo̧ttö̧ja̧, con zapatos deportivos y el pelo engominado. Se presenta como Francisco Carmona y sonríe fresco. Erick Salas, un apicultor “güaro de comé arepa asada con caraotas, suero y perico”, naturalizado amazonense, lo saluda y se dirige al resto con picardía, revelando su hazaña: “¿Saben de dónde se viene él caminando? De la serranía de Cuao”.

La serranía de Cuao está a más de 60 kilómetros de Paria Grande.

“Se viene a pie desde allá”, recalca el barquisimetano, a lo que Francisco Carmona añade después de una pregunta: “Son dos días si vengo así, pero cuando llevo carga son casi dos semanas. Duermo por ahí en el monte, tranquilo”.

A diferencia del centro de Puerto Ayacucho, en Paria Grande el silencio está más presente. Aquí no llega el bullicio del tráfico ni del vallenato ocasional que se puede oír en algunos establecimientos comerciales. Aquí, el incesante rugir de las motos, que se desplazan de a montones como un enjambre, se diluye en la lejanía –se queda atrás con el concreto caliente y los semáforos amarillos–, sustituyéndose por el ronroneo sutil y eléctrico de unas abejas.

Zumbando, zigzagueando y celosas de su territorio, las meliponas son de los insectos más preciados y protegidos de Amazonas. Tan pronto te acercas a su colmena unas cuantas se van sobre ti. No pueden picarte, pero sí morderte; se abrazan a ti y te clavan los colmillos cual perro rabioso en miniatura. Sientes un pellizco –nada insoportable–, pero aun así, resistirse a darles un manotazo para quitarlas de encima requiere cierto grado de autocontrol; no las quieres lastimar, así que las dejas a sus anchas y te concentras en meditar mientras te mastican la piel con furia.

También llamadas según sus variedades aricas, pegones o angelitas, las abejas sin aguijón constituyen una tribu de himenópteros apócritos –avispas, abejas y hormigas de cintura estrecha– que producen cera, miel, polen y propóleo; son seres sociales, organizados y políticos, capaces de escoger a sus reinas y a destituirlas, de migrar desde una colmena a la otra de manera estructurada cuando los recursos son limitados o el espacio ya no es suficiente, de producir alimentos determinados para aquellas privilegiadas de la realeza y para las obreras del montón. Son vitales para el equilibrio del ecosistema en el que habitan, no solo porque polinizan plantas locales y mantienen a raya a las especies enemigas –que podrían considerarse invasoras bajo ciertas condiciones desfavorables–, sino porque también son fuente de alimento y recursos para las poblaciones aledañas.

“Tienen un mecanismo diferente al de las Apis mellifera. Por ejemplo, un grupo siempre anda explorando; encuentran un sitio adecuado, lo acondicionan, se llevan materiales incluso de aquí para acá, de la colonia madre; empiezan a armar su cuestión y entonces se llevan a una princesa, la colocan allá, ella sale al vuelo nupcial y regresa, y a partir de ahí es la reina”, explica Jesús Infante, originario de Guárico, que también es ingeniero agrónomo y profesor universitario en la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez y la Universidad Popular del Ambiente Fruto Vivas. Desde 2003 hasta la actualidad, él y Erick Salas, ambos investigadores del INIA, llevan a cabo un proyecto de meliponicultura en el estado Amazonas, identificando y criando estas abejas en comunidades indígenas, urbanas y periurbanas.

Es en los espesos alrededores de esta comunidad de Paria Grande donde se encuentra un criadero artesanal de abejas sin aguijón. Rodeadas de bejucos y matas de guama, estas cajas de madera, diseñadas para su adecuada reproducción, son a la vez colmena y almacén en el que ellas perpetúan su existencia y producen la materia prima necesaria para el oficio de Alfonso Pérez, artesano y cultor popular huo̧ttö̧ja̧, además del alimento que consumen de forma cotidiana él, su familia y miembros de la localidad.

“En una oportunidad conocimos a Alfonso Pérez, un indígena huo̧ttö̧ja̧, que desde hace tiempo venía trabajando con la elaboración de máscaras rituales del pueblo piaroa –en la fiesta anual que ellos llaman Warime, que es un agradecimiento a la madre Tierra por los frutos y la cosecha–. Esas máscaras, gran parte del material que se utiliza para su elaboración es de cera, cera de abejas, pero no de las Apis mellifera sino de las abejas nuestras, sin aguijón. Entonces, ese fue el inicio de nuestra relación con Alfonso y con esa especie…”, cuenta Infante, quien se asociaría con el artesano en pro de la conservación de las abejas y su entorno natural.

“Ellos capturaban las abejas en el campo, como mucha otra gente a nivel nacional que captura las colmenas y les extraen lo que le van a extraer y ahí quedan a la intemperie, y allí muere la gran mayoría. Entonces, fue afortunado ese encuentro porque a partir de allí empezamos a preocuparnos por la pérdida de las poblaciones naturales de abejas en los alrededores de su comunidad, y ahí empezamos”.

La proliferación de conucos y la recolección indiscriminada de cera, miel y polen se convirtió en una amenaza para las múltiples especies Meliponini del área, por lo que Salas, Infante y compañía se dedicaron a recuperar colmenas en árboles derribados que iban a ser quemados durante la preparación de la parcela para el conuco. Las metieron en cajas rústicas, las mismas que se utilizan para las Apis mellifera, y se dedicaron a aprender de ellas lo suficiente como para capacitar a otras personas. Asimismo, este proyecto se convirtió en una línea de investigación nacional, fundándose más tarde el Grupo Nacional de Meliponicultores de Venezuela:

“Hoy en día somos casi cien personas en todo el país, desde la Gran Sabana hasta el Zulia, Margarita, Amazonas y el centro del país. Cada quien en su región está haciendo algo por la conservación y el aprovechamiento de las abejas”.

Medicina ancestral

Las propiedades nutricionales y medicinales de los recursos generados por las meliponas abarcan una amplia variedad de aplicaciones cuyos beneficios –no todos– han sido comprobados por la ciencia en los últimos años, pero son sabidos y aprovechados ancestralmente por los pueblos indígenas de la zona: problemas gastrointestinales, bronquiales, dentales, dérmicos entre otros. “Es un antiinflamatorio y un analgésico”, afirma Infante.

Esa misma noche en Paria Grande, después de visitar a las abejas, Alfonso Pérez se sentó en la orilla de una acera. Sereno, con una media sonrisa impasible, empezó a echar cuentos de las abejas, de cómo cura hinchazones, dolores articulares, subidas de tensión y raspones en la piel: “La otra vez descubrí a mi hija, la pequeña, montada en una silla, comiéndose el polen con una cucharilla, porque es dulce”.

Lo cierto es que, al igual que Alfonso, muchos amazonenses confían en estos remedios naturales. En los mercados indígenas de Puerto Ayacucho abundan brebajes y menjurjes de todo tipo, hechos a base de miel, polen y propóleo de meliponinos. También pueden contener materia de otros insectos, aceites extraídos de la fauna típica –mamíferos, reptiles, peces de río–, y otros productos silvestres mezclados, en ocasiones, con bebidas alcohólicas, como es el caso del ron de morrona –bebida preparada con un espécimen de “culebra de dos cabezas” o culebra ciega–, que de acuerdo con el saber popular sirve para curar un montón de padecimientos.

Con la reciente inauguración del Centro de Investigación Científica Tradicional y Ancestral, las prácticas médicas de pueblos originarios comienzan a ocupar un primer plano en el ámbito científico nacional. Este centro busca validar o replantear las propiedades atribuidas a los remedios tradicionales, integrando saberes ancestrales con metodologías modernas. Más allá de los análisis de laboratorio, representa un cambio de paradigma: un puente entre la biodiversidad, la cultura y la medicina, que reconoce el potencial de estas tradiciones para la salud y la sostenibilidad.

Detrás de la copa de los árboles asoman destellos de una tormenta. Las gotas, frías y pesadas, aterrizan en la superficie de las colmenas. No queda otra para las abejas, que se guardan en el interior de sus panales. Sus zumbidos se atenúan, opacados por el cantar de las chicharras. Es la hora del café en Paria Grande; Jesús, Erick y otras personas que se dedican a la meliponicultura se retiran a la escuela de la comunidad para continuar con sus labores investigativas. De regreso a Puerto Ayacucho, la oscuridad que envuelve la sabana se asalta con relámpagos que caen más allá de las serranías, revelando sus siluetas montañosas por instantes. La planicie se transforma en un océano infinito, que se extiende hasta confundirse los límites de lo que es arriba y lo que es abajo.

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