
José Roberto Duque | Monte y culebra
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Según informan los diccionarios etimológicos, el vocablo “encender” significa iniciar una combustión, prender el fuego. El prefijo “en” proviene del “in” de incendere, vocablo latino que significa “hacia dentro”. Para encender algo, entonces, debe intervenir algo desde afuera: enciendes algo, le prendes candela, lo sometes a los fuegos creadores o a los destructores.
Esto parece contrariar la espectacular metáfora de cierto Juan Villoro, que invoca o propone un vistazo al origen de otros fuegos letales: “Hoy conoceremos en vivo su cutis de reptil, el más célebre curtido facial de la cultura popular, lo que los incendios interiores pueden hacerle a una cara sin aniquilarla”. Se refiere el mexicano en esta poderosa imagen al rostro de Keith Richards.
La enorme fuerza de los candelorios salvajes o domesticados queda sintetizada en una idea dicha arriba: la candela puede servir para crear armonía pero también para hacerla pedazos. Con fuego domesticado aprendimos a cocinar los alimentos y a hervir el agua, a generar calor y a convertirnos en seres domésticos o hacedores de cultura. El hogar es la hoguera alrededor de la que se forjó en su estado primitivo la noción y la práctica de familia, y esa noción persiste hasta ahora. “Célula fundamental de la sociedad”, la han llamado, y la expresión contiene tantos aciertos como disparates.
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Ese fuego que protegió al ancestro de los fríos violentos, de los microorganismos dañinos y de los depredadores naturales sirvió también para llevar a extremos homicidas la idea de seguridad, de protección al clan y de soberanía; en defensa de la familia, el clan y el territorio soy capaz de incendiar al enemigo, a su hogar y a los miembros del otro clan. Las candelas fundacionales me protegen pero también me destruyen.
El fuego como arma de guerra y como elemento para la paz y el recogimiento: con fuego me defiendo y con fuego soy destruido.
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En los incendios homicidas de la década pasada en Venezuela vivimos momentos de extrema tensión en varias ciudades y carreteras de Venezuela. Entre 2014 y 2019, a unos criminales al servicio de potencias extranjeras se les pagó por volver al primitivo uso de la violencia incendiaria para crear terror. Alguien convenció a esa legión de delincuentes de que, si incendiaban suficientes personas y bienes en las calles, entonces la sociedad y las instituciones iban a colapsar y el gobierno iba a ser traspasado a los financistas del caos.
En un episodio personalísimo y familiar en una entrada de Valera, durante una noche de cierre de vías, viajábamos en una camioneta abierta con un colchón en la parte trasera. Varados en esa carretera, imposibilitados de avanzar porque había “protestas”, pudimos oír cuando uno de los seudomanifestantes gritó: “¿Y qué vamos a incendiar hoy?”.
En ese mismo Trujillo vivimos otra espantosa situación, no por amenaza de candela sino por el riesgo de no poder encenderla: en aquellos meses rudos de desabastecimiento provocado de gas doméstico, arrasados ya los árboles secos de las cercanías del Alto de Escuque, se empezó a correr una voz sombría: ahora hay escasez de leña. Y empezaron a rodar también las instrucciones del método para matar y secar árboles en tiempo récord: el corte circular alrededor del tronco, la inoculación de gasoil en las raíces principales.
Angustia porque nos estaban incendiando y angustia porque se nos negaba la candela necesaria para cocinar. Solo un pueblo con la llama interior encendida podía salir triunfante de esos ataques, como en efecto.
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Se avecinan otras candelas y ya se anuncia algo de lentitud en el suministro de gas doméstico. Ya encendieron los motores del ataque masivo contra nuestra moneda, prendidas están las antorchas de la traición que quieren entregarle nuestro país a un enemigo secular. A 2025 lo quieren convertir en otro año de candelas amenazantes, y nosotros estamos en la obligación de salir a apagarlas. Como en los mejores y peores momentos de la historia reciente.