Inicio Carbono 14 El olvido y los guardianes de las piedras en Bum Bum

El olvido y los guardianes de las piedras en Bum Bum

Petroglifos, objetos fabricados por el ancestro nuestroamericano, imaginario ardoroso y organización social. Esta es la primera parte de una serie, inserta en nuestra sección Carbono 14, producto de encuentros y visitas a los vestigios de las culturas ancestrales en el estado Barinas

por José Roberto Duque
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José Roberto Duque / Fotos Nelson Chávez

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Necesaria introducción a esta serie

Varios antropólogos e historiadores se han ocupado, en distintas épocas, de los hallazgos de vestigios de culturas precolombinas en el estado Barinas. El investigador barinés Nelson Montiel ha compilado testimonios de varios de ellos, y ha mencionado entre otros a los cronistas españoles Fray Jacinto Carvajal, Oviedo y Valdez, Juan de Castellanos y Juan Andrés Varela, como viajeros o autores que presenciaron y describieron en el siglo XVI el impresionante sistema de montículos y calzadas construidos por el ancestro de los pueblos jirajara y timoto-cuicas (otros mencionaron o especularon que algunas de esas construcciones eran obra de caquetíos), y desplegado entre los actuales estados Barinas, Apure y Portuguesa.

Tres siglos después, al borde del siglo XIX, el naturalista Alejandro von Humboldt también vio y comentó las sorprendentes construcciones de nuestros aborígenes, en estos términos: “Las llanuras de Barinas ofrecen algunos débiles monumentos de la industria de un pueblo ya extinto. Entre Mijagual y el Caño de la Hacha, se encuentran verdaderos túmulos, llamados en el país cerrillos de los indios. Son colinas en forma de conos, levantados sobre el suelo por la mano humana, que probablemente guardan osamentas, como los túmulos de las estepas de Asia. Así mismo cerca del Hato de la Calzada, entre Barinas y Canaguá, existe una hermosa vía de 5 leguas de largo, es una calzada de 15 pies de alto que atraviesa una llanura con frecuencia inundada”.

La antigüedad de algunos restos (vasijas, herramientas, instrumentos tecnológicos varios, y los mismos montículos y calzadas) se ha establecido en 10 mil años, los más antiguos; otros datan de épocas que van desde cien hasta más de mil años antes de la llegada de los españoles. La inmensidad de este sistema puede deducirse mejor si se toma en cuenta que varios elementos ceremoniales y utilitarios, como por ejemplo los recipientes en forma de trípodes, tienen exactamente las mismas características de los hallados en el actual estado Lara.

En el siglo XX se produjeron en ese territorio otros trabajos e investigaciones, ya más profesionalizados y dotados de método e instrumental propios de las disciplinas de la arqueología, la antropología y la paleontología. Montiel menciona en su compilación los trabajos de investigadores como Josep María Cruxent, José Esteban Ruiz Guevara, Lisandro Alvarado, Marco Aurelio Vila, Miguel Acosta Saignes, J.H. Terry; Cirmar Moreno, Humberto Febres, Alberta Zucchi, Jorge Armand, Emiro Durán; Redmond, Elsa y Charles Spencer.

J.M.Cruxent

Todo lo anterior tiene por objeto poner al tanto a nuestros lectores y lectoras de la existencia de trabajos meticulosos y profundos de especialistas en temas y prácticas arqueológicas y otros acercamientos, referidos a esa región barinesa regada por los ríos Pagüey, Curbatí, Canaguá, Acequias, Bum Bum, Socopó, Michay y Quiú, donde todavía hoy (siglo XXI) se consiguen bajo tierra o en los ríos objetos tecnológicos, decorativos o ceremoniales producidos por pueblos originarios. Esta serie de La Inventadera solo pretende, por lo tanto, dejar constancia de la visita de algunos de nuestros reporteros a esos lugares, y la intención de estos registros escritos y fotográficos va en el espíritu del antiguo y entrañable “cuaderno de viajes”: un compendio de sensaciones y observaciones asombradas, y de ninguna manera evaluación científica de expertos o entendidos.

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Hay docenas de comienzos posibles cuando te enfrentas a un relato o sistema de relatos fascinantes, que admiten una narración cronológica en el papel (o en estas interfaces electrónicas) pero que de ninguna manera te va a dejar contento narrarlas así, lineales y derechitas, sin sobresaltos ni accidentes. Este cuaderno en particular inicia al final de una visita a las afueras de Bum Bum, esa zona de petroglifos y otros vestigios de culturas originarias que ha atraído a arqueólogos e investigadores, y que también ha convocado el respectivo arsenal de historias y leyendas que conectan con la magia y con otros relatos hermosos pero improbables.

Fue la penúltima escala del recorrido; paramos en la Piedra de la Batea, una laja grande, más o menos plana y alargada, cuyo nombre criollo y actual al parecer proviene del uso práctico que se le dio a esa mole en algún momento de su historia; dicen que en esa piedra se lavaba en comunidad. El concepto y el nombre “batea” son más españoles que nuestroamericanos y más árabes que españoles, pero eso es lo que hay; el origen remoto, primero o primordial de esa roca, y de las otras 19 que se encuentran en Bum Bum y sus alrededores, específicamente en la ruta que busca al sitio sagrado de Peña Viva, se ha perdido después de milenios de auges, caídas y renovaciones de pueblos y culturas.

Peña Viva es de esos íconos geográficos cuyo nombre no hace necesaria ninguna explicación: aquello dicen que se mueve, que relumbra, que resuena. Más o menos lo mismo ocurre con Bum Bum; la mayoría dice que el pueblo se llama así porque antaño se oía a los navegantes de ese río cantar, susurrar o gritar como un mantra esa onomatopeya mientras remaban. Otras versiones, que no contradicen a la anterior, señalan que lo que tronaba o truena roncamente no era la gente sino la propia montaña. En cualquier caso son varias razones que explican o justifican el aura de misterio que destilan esos parajes. Los cronistas españoles escribieron que los habitantes locales de inicios del genocidio (siglo XVI) evitaban pasar cerca de esas piedras ceremoniales, cuyo origen desconocían.

El caso es que me conmovió esta parada por varias razones. Una, porque las huellas esculpidas por el ancestro remoto se ven diáfanas y muy nítidas. Dos, porque se encuentra en la parte alta de un barranco que cae al río Bum Bum, hermosa corriente de aguas de un verde brillante. Y tres, porque en las inmediaciones de ese monumento se han instalado unas docenas de personas del pueblo cuiba, proveniente de Apure, y han creado el germen de una comunidad, hasta ahora en los restos de lo que fueron unos criaderos de animales y en barracas precarias. Al parecer estas personas fueron contratadas en algún momento por hacendados y ganaderos de la zona, y de pronto quedaron sin trabajo y sin recursos para regresar a sus lugares de origen.

Pero origen, lo que se llama origen, es el representado en ese monumento que ahora resguardan. Alguna intuición remota debe haberlos movido a instalarse al lado de esa mole que, de alguna manera, forma parte de su herencia.

Dos horas atrás

Primero fue la entrada en ese territorio de espléndida luz, por una carretera que nuestra ignorancia había percibido y entendido apenas en una fracción de su enorme importancia. Hasta ese viaje de hace apenas unas pocas semanas el único dato espiritual que habíamos visitado era la capilla del Negro Benjamín Charles, ánima benefactora de las carreteras, allá por Pedraza la Vieja. Pero la búsqueda de historias (por ejemplo la del Gocho Livio y sus sembradores de agua, que ya publicaremos) te hacen estrellar contra la evidencia: pocos lugares están tan llenos de tan robusta espiritualidad como este. La visita primera fue entonces Socopó, núcleo fuerte de organización de pueblo y de compilación de reliquias, en un museo comunitario del que hablaremos en otra entrega.

Así que sales de Barinas y te enrumbas por la Troncal 5, esa carretera que te lleva al estado Táchira, y te fijas en los ríos, cada uno más soberbio que el otro: Pagüey, Acequias (o La Acequia, como lo llaman algunos), Canaguá, Bum Bum, hasta que llegas a Socopó. Chucho Mora, personaje que parece sacado de un relato medieval, y a quien también le dedicaremos una semblanza aparte, te acompaña de regreso hasta Bum Bum en busca de un jeep o rústico que te lleve a los petroglifos. No estaba disponible el vehículo, así que hubo que buscar a dos mototaxistas que conocieran la ruta. Ésta debió limitarse a las cuatro piedras más cercanas al pueblo: la del Indio (la más grande), la de la Serpiente, la de la Batea, y al final una que tiene un nombre horrendo, impertinente, incongruente, casi estúpido: Santa Marta. Como así se llamaba el hato o hacienda en cuyos linderos quedan las piedras, la comunidad que se formó, y también uno de sus petroglifos, conservaron el nombre.

Haces ese comentario delante de los mototaxistas baqueanos: qué nombre tan feo para una piedra tan bonita. Momento de tensión, que se disipa porque uno de los muchachos, llamado Maikol Hernández, boxeador amateur para más señas, estuvo de acuerdo y se rió brevemente con ese aborto de chiste. Por cierto que ese joven debe echar coñazos muy bien en el ring, pero manejando la moto es bastante malo, lo mismo que su compañero; dos o tres pingazos nos dimos cada uno en subida y en bajada por ese camino de tierra. O quizá la mala era la carretera, nunca se sabe.

Para llegar a la Piedra del Indio es preciso pedirle permiso a la gente de una hacienda en cuyo centro permanece el coloso. Te paras en la puerta y ves a lo lejos la casa, te animas a seguir adelante y pedir permiso cuando ya estés adentro. La familia que tiene ese mollejón de piedra en el potrero, casi en el patio, resulta ser de un amable y un comprensivo bellamente guate (tipo humano mitad gocho, mitad llanero) y te abre todos los falsos para que tú y tus acompañantes lleguen a la mole. Está rodeada de árboles; hace poco los dueños de la hacienda los sembraron alrededor del monumento para protegerlo. Un arbusto crece también encima de la piedra; alguien sabrá si es conveniente que ese árbol eche raíces y dañe la estructura.

La experiencia de ver, tocar y trepar por ese ícono hasta donde se puede ya resulta emocionante. Los talladores se esmeraron en llenarla de serpientes, espirales, laberintos, rostros y juegos de círculos de compleja interpretación. A lo lejos se percibe la silueta de lo que, si te esfuerzas, parece ser una mujer de larga cabellera tumbada y con sus dos tetas muy visibles, tremenda montaña ante cuya presencia la Piedra del Indio y todas las piedras del planeta palidecen. Los moto-baqueanos comentan lo que sus padres y abuelos decían y especulaban sobre la piedra; no pasó mucho tiempo antes de que hablaran de sus sospechas de que esa vaina la dejaron ahí unos extraterrestres.

Más abajo, la Piedra de la Serpiente tiene, tal cual, la forma de una cabeza enorme de culebra, también tatuada de símbolos y figuras. El terreno en el que reposa este monumento, cuyo nombre puede verse en un letrero oxidado que ya se dobló y yace al lado del camino, está a la venta.

Aproveche: busque unos dólares o pesos colombianos y sea propietario de un espacio que hospeda al testigo de una historia humana de 10 mil años o más.

Ya más cerca del casco urbanizado se encuentran las dos piedras mencionadas del hato Santa Marta. En la que resguardan los cuibas desterrados pueden verse con sublime nitidez las figuras y símbolos, ahí cerquita, a la altura de tus rodillas. Y a la última, algún imbécil le cayó a martillo y cincel en la parte superior y esculpió unas letras: E, L, R.

Hubo que decirles a los baqueanos que no, que nuestros antepasados no conocían ni estaban en la obligación de conocer el alfabeto de la gente que lo iba a invadir siglos o milenios después.

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Periodista, escritor y editor

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