Penélope Toro León / Fotos Félix Gerardi
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En Venezuela el café pasó de ser un gusto exótico para las élites a la bebida caliente por excelencia del pueblo venezolano. Faltaría menos, si fueron precisamente las manos trabajadoras quienes lo llevaron al sitial del primer rubro de exportación, por allá por 1790 más o menos. Y ahí se mantuvo, hasta que en el siglo XX el petróleo llegara con su arrogancia a quitarle el trono.
Con los años, el olor a arepa en el budare, a vapores de ropa en el planchado y a un buen café colao se convirtió en el trío que perfumaría las mañanas del pueblo trabajador en la ciudad. Si del campo se trata, en la multiplicidad de aromas no falta el guayoyo o cerrero, tostándose al sol, enamorándose, en la conversa de los porches de las casas, tomando el fresco de la tarde, con un buen pancito dulce o una cuca para merendar. Añoranza, enamoramiento, hospitalidad, familiaridad, alegría, vigor para el trabajo; en todo esto nos acompaña este grano bendito, tal como evoca la canción popular: “Moliendo café” atribuida al compositor venezolano José Manzo Perroni.
A propósito del reciente Encuentro Internacional del Café de Especialidad Venezolano (EICEV) en su cuarta edición, en el que una mujer merideña obtuvo la Taza de Oro, un productor de Carabobo la de Plata y uno trujillano la de Bronce, es bueno recordar que, curiosamente, una vez tuvimos fama por ser el sitio donde se podía tomar la mayor cantidad de preparaciones de café del mundo. Amén del café “colao”, favorito en los hogares venezolanos, al calor del vértigo de las ciudades que el óleo negro levantaba desmesurado en las décadas del 40 y 50 del siglo XX, nuestro otro negrito no se quedó atrás.

Con la inmigración europea, especialmente la italiana, llegó lo que se convertiría en nuestra máquina de vapor predilecta: la máquina de café. Con ella surgieron, de las manos creativas de los hombres trabajadores que se incorporaban a la gran urbe (y no “baristas empíricos”, como lo mencionan algunos portales de gastronomía y barismo) nuestros bien ponderados tipos de café de máquina: negro corto, negro largo, con leche, marrón claro u oscuro; tetero, cortao, guayoyo, manchado.
Y me negué a beberme la Doctrina Monroe en taza
–Un café pequeño por favor, negro fuerte.
–¿Un americano?
–No, no… un negro fuerte.
–Ah… ¿entonces lo quiere espresso?
Este diálogo ha sido una reiterada y desagradable experiencia de unos años para acá en cualquier cafetería del país. Por un buen tiempo le hice la concesión al bendito café “americano”, pero cada vez más se trataba de un agua turbia desencantada. Mi indulgencia acabó cuando percibí que las categorizaciones del barismo snob estaban desplazando a nuestra variada nomenclatura del café de máquina.
Una consumidora asidua de café en la calle como soy, consciente de que dicha categorización ha sido considerada un baluarte de nuestra venezolanidad –como pueden serlo los nombres de las esquinas o la arepa “reina pepiada”– no puede resignarse a ser cómplice de tal injerencia. En un “mundo globalizado” el sendero de la resistencia está cargado de áreas de incidencia y zonas de confort. Esta para mí es, sin duda, de las primeras y había llegado a mi límite. Entonces el diálogo anterior cierra con un: “¡No!, ¡venezolano!”, acompañado de un jarabe de lengua a quien corresponda, que, por lo general son una cuerda de pelaos, muy jóvenes: los baristas.

En nuestro argot muchas veces un diminutivo no significa necesariamente que el sustantivo en cuestión sea de tamaño reducido, sino que suele adquirir un significado particular que sólo nosotras (os) solemos comprender. Por ejemplo, “ahorita”, significa, en la mayoría de los casos “más tarde”. Pasa igual con la forma más popular de ordenar un café en la zona central del país: “un cafecito por favor”, para la vieja y casi extinta cortesía caraqueña, en la barra de cualquier cafetería tradicional, significa un “negro corto” (sin leche). Por cierto, dicha solicitud por lo general viene acompañada de un ademán hecho con el dedo índice y el pulgar, uno sobre otro, a una cierta distancia, más o menos la de un vaso o taza pequeña, mientras una se sienta a la mesa. Así es, de hecho, en la cafetería de Goyo.
“Ahora tú pides un café negro o un guayoyo y entonces lo que hacen es echarte un poquito e café y le echan encima agua caliente… para hacer “un americano”…. No, eso no es así… El café guayoyo, o americano, no importa… pero el café tiene que salir directamente de la máquina. Cuando uno saca un marrón, con esa misma carga se saca el guayoyo, ¿ves?”. Así nos explica Goyo, José Gregorio Morales Guerrero, todo un guerrero del café de máquina.
Nació en El Piñal, estado Táchira, en 1961, y vive en Caracas desde 1976, es decir mi edad. Su primer trabajo como cafecero fue en un local de portugueses llamado “Las Monjas” que se ubicaba en la parte de abajo del edificio La Francia, frente al Congreso, entre esquinas Las Monjas y Padre Sierra. Allí aprendió “con los clientes”. Después de ese primer trabajo emprendió su propio negocio en un localito mínimo en la mezzanina del edificio Gradillas A. Las colas y el tumulto de gente en las escaleras impedían al personal que trabajaba en los pisos superiores pasar. Sin embargo, estuvo allí por un bojote de años, hasta que se mudó a un local más amplio, sin abandonar el casco central. Ahora se lo puede encontrar en el Pasaje Humboldt del Bulevar Catedral, mudado con su clientela. Así dijo una mujer que llegó a la barra y le pidió un marrón: “Yo a donde vaya Goyo me voy con él. El café como él lo hace no se encuentra en ninguna parte”.

Que el palito no se mueva
La prueba de que un café marrón está bien hecho es que al introducir el removedor se quede paradito en el centro, gracias a un espesor muy preciso en el líquido, que se lo da la espumosidad de la leche. Así lo servía Camacho sobre la barra del cafetín de la Escuela de Ingeniería de la UCV. La imagen de la mano de aquel maestro cafecero poniendo el removedor en mi marrón oscuro quedó grabada para siempre en mi memoria como la prueba un buen café espumoso.
Cuando, en medio de la entrevista, Goyo le puso el café a Félix Gerardi sobre la barra y el removedor no se movió, tuve un déjá vu. Como si fuera una máquina del tiempo, el cafetín de Goyo recrea la Caracas de mi niñez y juventud. Los señores empaltosaos, que llegan por las tardes a echar una buena conversa me recordaron las visitas con mi abuelo a La Indiecita, entre las esquinas Conde y Principal. Con tan solo poner un pie en el local Goyo ya prepara la pistola de vapor y su tiro es certero al vaso de su cliente.
Mientras Gerardi invadía con su risa todo el lugar yo observaba. Ríos de gente que no paraban y me hacían casi imposible la entrevista. Me llamaba la atención que ninguna persona ordenaba “un mocachino”, “un late” o cosas así. Todos y todas, de edades diversas piden con gran seguridad su “marrón fuerte” o “marrón claro” o un simple “con leche”; amén de los asiduos, quienes sólo tienen que arribar con un saludo afectuoso.
Uno de esos personajes es un señor de cabello blanco y andar parsimonioso, quien, después de entrar en el local como si fuera su casa, empuñando una sonrisa, saludó a Goyo con un apretón de manos y sin decir palabra, se quedó parado frente al mostrador. Su marrón fue puesto en la barra y mientras lo meneaba, percibiendo de lo que se trataba nuestra presencia en el sitio, irrumpió en una pregunta que le hice al hijo de Goyo, quien se ocupaba de la cobranza y sonreía agradecido por la entrevista a su padre:
–¿Qué se siente tener de papá al mejor cafecero de Caracas?
–¡De Venezuela!, –completó el amigo–. Yo he rodado por toda Venezuela y tengo conociendo Goyo desde hace como 50 años. ¿Cómo desde cuándo Goyo, desde que teníamos como 16 años, no? –Goyo asiente y sonríe como un carajito–. Y mire, si hay alguien que ha recorrido el país soy yo, yo he andado por todas partes y pa’ donde va este señor ahí yo le llego, porque no hay quien haga el café como él”.

El capricho de la clientela caraqueña y los maestros cafeceros inventaron las variedades de café: “Un expreso vendría siendo un negro largo y un negro corto es un negro, pero la mitad del vaso. Y hay gente que puede pedirte un café X, tibio o muy caliente. O el colmo que es que piden un marrón claro, como pueden pedir un con leche oscuro, que viene siendo lo mismo, jajaja. Pero al cliente hay que complacerlo. Al principio había cuatro tipos de café nada más, eran: el negro corto, negro largo o expreso –que más que todo lo pedían los italianos–, con leche y marrón. Y después la gente comenzó a pedir varias cosas diferentes y uno tenía que inventárselas…”
La técnica la dan los años de experiencia
Goyo manipula su “máquina a vapor” con gran destreza y rapidez, tanto que es bastante difícil determinar qué está haciendo en cada movimiento. En uno de esos intentos observo que le pone la mano directamente a la jarra de acero donde está vaporizando la leche y le pregunté si no se quemaba. “No. Eso es para que la leche no se queme porque si no el café queda malo. Al principio me quemaba las manos, el pecho, pero a punta e golpes se aprende. –se ríe– . Yo llegué a trabajar, me explicaron una vez y de ahí para allá, yo solo. La gente misma le decía a uno: sáqueme el primero que haga la máquina, sácamelo más claro y así… Y si había gente delicada eran los italianos y los árabes”. Cuenta Goyo que llegaban y pedían un “macchiato”, que es un expreso con solo un pequeño toque de la crema o la espuma de la leche. Y aunque en italiano macchiato signifique literalmente “manchado”, aquí se desarrolló otra variedad, el manchado propio: “el cortao” un negro corto con un toque de leche caliente. “Y desde hace unos 15 años es que comenzó la broma esa del barismo y los cafés con licores”, agrega Goyo.
Sus dos hijos son sus fieles compañeros en el negocio, cuya entrada y salida constante de personas es verdaderamente impresionante, acompañadas del espíritu de la venezolanidad, puesto en una taza de café que se resiste a perecer ante cualquier “planta insolente”.


4 comentarios
muy buen artículo y le reafirmó lo que dice el sr Goyo ven a disfrutar de un buen café en entre tazas la parroquia Mérida
Seguro señora Isabel. Soy asidua a ese punto, antes la Panadería La Tacita de Oro, ¿cierto? Ahora con otro ambiente pero me complace que continúe usted atendiendo. Por allá iré de seguro por mi «longo». Un abrazo.
Maravillosa encuentro con el Café de Goyo Gracias
Gracias a ti Félix. Estuvo genial. Hay que rodar esto entre los grupos de baristas y afines. No tiene nada de malo el barismo, pero hay que darle el crédito a nuestros maestros cafeceros y recuperar nuestras variedades de café de taza.