
Penélope Toro León | Trapitos al sol
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Caminando por las calles de Caracas, rumbo a una diligencia o entre reuniones de trabajo, ando a la caza de esas historias que les prometí en la primera parte de este Trapito. En el contexto de los avances del Estado venezolano para la declaración de la arepa como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad ante la UNESCO ocurre una disputa heroica: si la arepa se reduce a una marca comercial o se trata de un hecho cultural, popular, cuyo producto (lo material) está nutrido y enraizado a un acumulado de costumbres, tradiciones e incluso cultos (lo inmaterial) que se resisten a desaparecer aunque son desconocidos por la mayoría gente, sobre todo la gente de la ciudad.
En el grupo de promesas está también la que le hice a mi maestro y amigo Julián Márquez, quien me sugirió que me dejara de eso de estar buscando pleitos en los autobuses. Así que esta vez el campo de observación fue uno de los espacios más concurridos de la cuidad últimamente: una heladería del centro de Caracas.
Si hay algún síntoma del alza en eso que llaman “el poder adquisitivo del venezolano” (valga el genérico masculino tratándose de una frase “hecha”) es que se hagan extensas colas, no para la compra de alimentos, sino para adquirir chucherías: helados, pizzas, pollo frito, perros calientes, hamburguesas… Ni qué decir de lo abarrotadas que están las zapaterías por estos tiempos y (si me permiten el paréntesis) las pululantes perfumerías con sus insoportables óleos feromónicos, cuyas “fragancias” se asemejan más a la orina humana que a un aroma para el deleite.
A pesar de la evidencia aplastante de que “hay plata en la calle”, persisten las eternas matrices de: “esto se lo llevó quien lo trajo”, “aquí no se puede vivir”, “una no tiene ni para comprar esto o aquello…”. Lamentable vocación de queja que tenemos pegada como una garrapata, esté como esté “la situación” (que desde que tengo uso de razón “está difícil”) y móntese quien se monte en el coroto.
A esa “tendencia” pertenecía mi “sujeta” de observación de esta oportunidad. Una defensora de lo indefendible. Se trataba de una señora morena, robusta e imponente, de mirada acuciosa, claramente de origen muy popular y quien con su gruesa voz hizo sentir a toda la fila, en espera de su turno para la compra de sus heladitos, su filosofía de consumo: el porqué, en su legítimo ejercicio de jefa del hogar, se niega rotundamente a comer “esa harina del CLAP”:
—No mi amor, ¡qué va! Uno se jode mucho trabajando para darse sus gustos y comer lo mejor, como para que vengan a estarle dando “eso” (…) No, no, no. A mí me gustan mis arepas blanquitas. Yo sí compro mi harina. ¡La que hemos usado toda la vida chica!

Valga un poco de autorreflexión: ¿por qué se me aparece siempre el mismo tema? En esta oportunidad no lo introduje, me mantuve silente, lo juro. Pero la gente habla de eso en la calle, es un tópico emergente, surge espontáneamente. Y siendo fiel a mi promesa, hice un voto de silencio con “lo de la harina pan”. Pero, además me estaba dando cuenta de que, en dichas conversaciones callejeras, nunca me había topado con alguien que tuviera una posición similar a la mía: pro maíz, pro harinas CLAP. Entonces, por lógica, la rara debía ser yo.
Hallándome en una percepción existencial de solitaria paladina de la justicia alimentaria, solo cabía preguntarse: ¿qué nos hizo esta gente? ¿Cómo pudieron calar a tal punto en el pueblo llano? ¿Cómo una marca comercial se convirtió, para gran parte de la población venezolana, en un presunto símbolo de la identidad nacional?
Algunas respuestas son muy obvias: petróleo, manipulación, modernización, idea de progreso, capitalismo y mucha, mucha publicidad. Sin embargo, no deja de sorprender tal fijación colectiva y esta especie de respuesta pavloviana, de negación rotunda hacia otras posibilidades cuando se trata de hacer arepas.
Ahora bien, veremos si la única “rara” soy yo y, a propósito de publicidad, haré uso una de sus más viejas estrategias.
“¡Ahora les traemos la opinión de las expertas!”
En cuanto a este tema, Gloria Guilarte Cisneros, docente de la vieja guardia, (de quienes se formaron con mística y vocación); actualmente Directora de Participación Social y Desarrollo Territorial del Centro de Estudios Mirandinos, expresa:
—Yo tengo años en una campaña… no sé si sea eficaz, pero los viejos somos así, perseverantes e insistentes… Lo que me he propuesto es cada vez que se da el chance hago que la gente diferencie las palabras “alimentario” y “alimenticio”. El primero es relativo a los alimentos y el segundo, que califica a algo que nutre o alimenta… En la mayoría de los casos se emplean de forma bastante contradictoria…. Propongo un método: preguntarse si lo que estoy adjetivando nutre o está relacionado con los alimentos… dependiendo de la respuesta decidir si es alimentario o alimenticio.
A la luz de este planteamiento, lo que pasa por la boca del pueblo y sus gustos de comensabilidad, ese veneno físico y simbólico que es la harina de maíz precocida de cierta marca arribista y monopólica, es “alimentario” y no “alimenticio”.
De igual modo tenemos a Laura Díaz, “La Chef Nativa”, cocinera e investigadora de las cocinas ancestrales y amiga de la casa:
—La gastronomía no es estática, se adapta. Hay unos recursos que emergen y otros que desaparecen. Pero hay un imaginario colectivo que intenta, bajo todos los medios, resistir para seguir manteniendo un legado que lo vincula a sus costumbres. Por eso, yo no soy de la opinión (como hay una matriz) de que, si no hubiera surgido la harina de maíz precocida, la arepa habría desaparecido. Esas costumbres, dicho sea de paso, es lo que tenemos que entender hoy como patrimonio. Que se haya transformado, que se ha adaptado…, ¡sí! Pero aun cuando desaparecen esas materias primas originarias, producto de la vorágine del progreso, yo voy a seguir queriendo replicar, de una u otra forma, los sabores de mi terruño.
Laura Díaz y otros investigadores culinarios nos hablan de la memoria gustativa como una poderosa fuerza del inconsciente. A partir de esa premisa podemos inferir que esta gente, con todo el lastre del poder económico que detentan desde la época colonial, los mismos mantuanos que controlaban la economía con la versión antigua de un consorcio (la Compañía Guipuzcoana); ya en la segunda mitad del siglo XX hicieron un trabajo “pepiado”, y de la mano de la muñequita con el trapo de pepas en la cabeza, ayudados por la televisión, instalaron un sabor, una textura, un nombre y una paleta de colores.
Ya con “el paquete” metido en el subconsciente y en el imaginario de venezolanos y venezolanas, era lo que necesitaban para que el programa corriera en automático (conducta aprendida). Hoy día, aprovechando la coyuntura de la migración, están haciendo lo mismo en el resto del mundo. Por medio de una simple fórmula de asociación, hacen creer que Venezuela es un puñado de marcas de las empresas Polar, lo mismo que hacer creer que Venezuela es Caracas (y no toda Caracas, sino de Altamira para allá). Lo peor, es que hay gente tan tontamente alienada, que se presta para ello y les hace publicidad gratis en sus cuentas de redes sociales personales.
Pero no todo es “malo”. Ciertamente existe un país, inmenso, tremendo, profundo donde las verdaderas arepas (en plural) no tienen la más mínima intención de desaparecer y menos la riqueza inmaterial que rodea a sus preparaciones. Desde hace rato tenemos la claridad que Venezuela no se reduce a Caracas, ni mucho menos sus dueños son un puñado de apellidos. Próximamente las buenas historias de las mejores arepas del mundo.