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Sin datos y sin señal

por José Roberto Duque
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Volver a Carora es verificar que siempre, siempre, hay cosas por aprender incluso del terruño, vivamos en él o lo hayamos dejado atrás.

Esta vez fui con Roberto Malaver, dueño de esa capacidad para la observación transversal, la visión alterna; esa alma del reportero genuino que no solamente ve lo obvio sino la historia o el futuro detrás del fenómeno.

Te dan una taza de café y te vas a la forma y al contenido. “Contenido” en este caso no es el café ahí adentro, sino buena parte del espíritu, la sustancia, las señales del relámpago social que hizo posible a esa taza: el material, el diseño, la forma en que contiene o refracta el calor; y quién la moldearía, o mira tú, hacía años que no me tropezaba con uno de estos corotos de peltre o de arcilla; mira su belleza y mira lo poquito que pesa a pesar de su robustez.

Esta entrega es un resumen de las conversas con el lúcido observador y decantador de sensaciones, que vinieron después de las incursiones y recorridos por ese pueblo, del que partí hace tantos años que ya casi me siente extraño y forastero en cada visita.

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El trabajo de los oficios de la resistencia, esos quehaceres precapitalistas e incluso precolombinos, son duros, pesados, lentos y por eso, tal vez, incomprendidos. Uno ve trabajar a esa gente y termina entendiendo el triunfo de la Revolución Industrial, y también la enorme injusticia de ese triunfo.

La energía, el tiempo de concentración, el esmero, el cuidado para no estropear los materiales, que emplea un artesano como Pedro Álvarez para producir una pequeña botella, vasija o taza de arcilla, hace que las almas distraídas o captadas por la sociedad consumista no comprendan por qué ese muchacho sigue trabajando el barro, si una fábrica del primer, tercer o cualquier mundo produce en serie cinco mil tazas más o menos parecidas a esa, mientras Pedro suda litros de esfuerzo para producir una sola.

De paso, la pieza única (e irrepetible) de Pedro cuesta en moneda el doble o triple de lo que cuestan los objetos industriales del mismo material, e infinitamente más que una de plástico. La pregunta crucial ante el aparente dilema es: ¿Tú quieres beber en cualquier cosa o te conmueves ante un objeto artístico hecho con una técnica de hace miles de años, resucitada por este joven en su pequeño taller de la carretera Trasandina (caserío Sabana Grande, Lara; nada que ver con el bulevar caraqueño)?

En Quebrada Grande, Florencio Daniel Pérez hace magia en un taller que comparte con las gallinas y con un desorden que a cualquier domesticado puede parecerle escandaloso; invierte largas horas para fabricar un cuatro venezolano de conmovedora belleza y lo vende a un precio casi regalado. Ah, pero los cuatros “venezolanos” fabricados en China, que se repartieron por docenas de miles por toda Venezuela, son más baratos y “se parecen mucho” a los cuatros de aquí. Las comillas lo dicen todo, no busquemos más explicaciones.

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«Sembradío» de agave cocuy en el semiárido caroreño. Caserío La Culebra

En el caserío La Culebra existe un santuario del agave cocuy en estado silvestre, y también una familia que lo cultiva y lo replica. Julio Suárez, el joven que ha asumido esa misión en clave de respeto y propagación de ese cultivo, calcula que ha sembrado entre 5 mil y 7 mil hijos de la planta; luego, montaña arriba y en todas direcciones, las matas que crecen libres y salvajes son imposibles de contar.

Julio nos invitó a su plantación. Apenas formuló la invitación en nuestra mente se formó una imagen automática: largas hileras simétricas, rectilíneas, derechitas e invariables de las matas de agave. Pero al llegar todo se nos desmoronó, empezando por la creencia de que somos genuinamente contraculturales y “decoloniales” (como indica la moda verbal): un sembradío de cocuy no es ese asunto plano de los monocultivos europeos, sino un huracán en seco de tunas, cardones, piedras, cursos de quebradas extintas, culebras (no es gratis que el caserío se llame así), terrones, candelazos del semiárido: la negación y el opuesto del “orden” europeo es esta siembra indígena, donde eso que parece caos termina siendo la mejor protección de las plantas contra la devastación de la plaga.

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A lo que íbamos desde el título: esos señores cultores se entregan a esos oficios recios, que requieren paciencia, tiempo, concentración y una variante hermosísima del amor a la propia cultura, y eso ocurre al margen de las bondades o desgracias de la ciudad industrial: ni en La Culebra, ni en Quebrada Grande, ni en Sabana Grande (territorio de las artes del fuego de Pedro Álvarez) hay buena señal telefónica ni datos para mensajear, navegar o hacer llamadas. En todos esos sitios es preciso acercarse a un cují (siempre un cují) para medio agarrar un chorrito de señal telefónica para comunicarse. Aparte, la vía o carretera para llegarles es engorrosa y difícil.

Cuestión para seguir discutiéndola con Roberto: ¿Ese aislamiento merecerá llamarse así o será esa precisamente la barrera que retrasará la llegada arrasadora del vicio estupidizante de las redes sociales? ¿En qué habría ocupado su tiempo el joven sobrino de Julio Suárez, que a sus 15 años puede estar orgulloso de haberse dedicado a cortar un tronco de vera muerto durante una semana, a punta de machete, para aprovechar la madera y convertirla en varios objetos útiles e irrompibles? ¿Cuántos seguidores de Instagram tendría a estas alturas, sin ninguna hazaña física o concreta que mostrar?

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En el taller del luthier Florencio Daniel, ese gallinero de donde brotan joyas para músicos y melómanos, hay un letrero que dice: «Granja La Esperanza». Ni más ni menos, uno de los tres nombres más frecuentes de bodegas, abastos y pequeños negocios de todos los pueblos de Venezuela. Los otros dos son: El Porvenir y El Progreso.

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