Fredy Muñoz Altamiranda | Cambur verde mancha
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En los primeros años de la Revolución Bolivariana, un canal de televisión alternativo en Caracas tenía un lema genial: “No veas televisión, hazla”.
Esa frase definió el espíritu mediático popular de aquel tiempo. En los barrios el debate se abrió paso con cámaras, micrófonos y teléfonos.
Equipos de jóvenes y mayores realizaron verdaderos documentos audiovisuales que giraron alrededor del enorme magnetismo de Hugo Chávez y su poder comunicativo increíble.
La Revolución Bolivariana fue, antes que nada, una revolución mediática. Transformó el esquema tradicional de los medios venezolanos alineados a los partidos de derecha, el sindicalismo patronal, la Iglesia y la agenda de Washington.
Muy temprano Chávez comprendió que una de sus más grandes batallas era contra el poder mediático, y las redes sociales que se preparaban para invadir lugares más cercanos, más íntimos de la gente.
Venezuela peleó de tú a tú contra la alineación global de los medios hegemónicos. Lo sigue haciendo.
Pero hace quince años fue inspirador ver cómo ejércitos de gente del pueblo le respondían al Sistema, directamente desde programas de televisión, cuentas de Twitter, perfiles de Facebook y cualquier espacio, con audiencias y seguimientos que nunca imaginaron.
Luego, el repliegue oral de una sociedad tan de la calle como la caribeña, le ponía un refuerzo de acero al movimiento mediático del pueblo: la radio “bemba” le llamaron.
En Chile reside el colectivo de creación artística y mediática llamado “Aplaplac” creó “31 minutos”, una genial caricaturización, con títeres, de la hilarante farsa mediático-informativa que aún hoy caracteriza a sus noticieros.
En uno de sus primeros episodios, Juan Carlos Bodoque, que es el reportero estrella del noticiero, ve cómo Tulio Triviño, el presentador viral, millonario y banal, come un pirulín.
Bodoque, que es un conejo rojo con suéter de listas marineras, irónico y ludópata, le dice a Triviño: “Yo que tú no comería eso Tulio”, y remata: “He visto cómo lo hacen”.
Obviamente es una alusión directa a su oficio, a los noticieros de la época, pues “31 minutos” es una creación de los 90, con plena vigencia hoy en cualquier lugar del mundo.
Aplaplac logró abrir una ventana creativa de cuestionamiento directo al modelo informativo del Sistema, en un país hostil al humor.
Sin embargo, a pesar de tantos casos parecidos, América Latina sigue a merced de la manipulación mediática reforzada por el papel nefasto de las redes sociales.
En algún momento de la década pasada logramos darle un “lucky punch” a la televisión, pero reaccionaron las redes.
Porque fue a través de esa misma herramienta que nos dejamos ver. La internet fue un arma de doble filo para el Sistema, porque los críticos alcanzamos una presencia importante en cantidad y calidad, hasta que nos silenciaron con la manipulación de los algoritmos.
Desde adentro el Sistema nos oculta. Es lógico, las redes son su espacio, su creación, y nosotros somos los advenedizos, el virus, el fallo en la matrix.
Las redes sociales y su espacio natural, que es el internet, hicieron un trabajo formidable en la invasión del espacio íntimo del ser humano, alojándose en el teléfono celular.
El teléfono nos hace sentir omnipresentes y omnipensantes. Satisface nuestra enfermiza necesidad de opinar sobre todo, y de ser escuchados, vistos y leídos. Pero todo eso es un espejismo.
Realmente los creadores de la internet y de las redes nos sacaron de la calle, de la reunión, del mitin, del parche, y nos arrinconaron en un lugar cálido y cómodo de la soledad, desde donde nos vendieron el más placentero onanismo virtual.
Es increíble la cantidad de nadería, basura y agresión que las redes vuelcan a diario en nuestras vidas. Son lo primero y lo último que vemos en el día.
Nuestra batalla debe trasladarse, no a dominarlas, que no lo haremos nunca, sino a sacarlas de nuestro proyecto de vida.
Apagar la tele fue posible. Apagar las redes es necesario. A través de ellas América Latina está expuesta. Mejor, la conciencia juvenil está expuesta.
Las redes han creado un prototipo de ser humano con aires de autosuficiencia y dominio. Un modelo que se ufana de su ignorancia, de su egoísmo y de su desinterés. Los ha convertido en valores propios.
Personalmente, ya me impuse un día a la semana sin redes. Sin verlas siquiera. Un día de apagón virtual en el que sólo existimos mi bicicleta, mis sueños y yo. La feria de mercado, la olla común, el huerto, los amigos, la lucha y el amor.
Hay que apagar las redes. Nunca las vamos a controlar.
Recuerdo un día en alguna montaña colombiana cuando la aviación militar voló un puesto de comunicación guerrillero, usando como guía las señales telefónicas. Apenas comenzaba ese terror de la ubicuidad tecnológica afilado por la inteligencia judía. Un viejo comandante guerrillero, sobreviviente de Marquetalia, nos miró al grupo de periodistas que lo visitábamos y dijo: “-Apaguen todo, desde ahora sólo charlas y papelitos”.