Osmany Barreto, especialista en evaluación sensorial de alimentos y también en temas de soberanía alimentaria, “le hace trampa” a un esquema hegemónico impuesto para la detección de sabores y texturas
José Roberto Duque
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Antes de tú probar cualquier comestible puesto a la venta con marca comercial varias personas lo hacen por ti. No es vil lambuseo: es que hay un grupo de personas que ajustan, modifican, aprueban o desaprueban la cantidad de sal o de azúcar, qué tan pertinente es el grado de amargo, ácido o astringente que tiene un producto comestible. Ya, dejemos de llamar “alimenticio” a todo lo que empaqueta la industria para venderlo como “comida”.
Más exactamente: el trabajo de algunas personas consiste en probar los alimentos (también los seudoalimentos, siempre necesaria esa acotación) antes de salir al mercado. Esas personas no sólo han desarrollado o identificado en su sentido del gusto una habilidad específica, por no llamarla especial: gente que prueba una cerveza y es capaz de decir que le faltan o le sobran tantos gramos de algún ingrediente, y opinar y recomendar que se le debe agregar o eliminar o reducir tal sustancia o condimento.

Osmany Barreto es investigador de la División de Evaluación Sensorial del CIEPE, institución situada en un estado (Yaracuy) donde anda hirviendo hace años el tema de las cocinas patrimoniales y el reencuentro con las gastronomías del pueblo. Este caballero nacido en 1980, que no parece susceptible a casi ningún peine, finta o provocación de barrio o de jugadores de ajilei, esquivó una emboscada de este calibre: “¿Eres capaz de determinar, con sólo probar una cerveza, si le sobran 20 gramos de azúcar?”.
–Sí–, responde al medio segundo, sin pensarlo. Ha tenido tiempo y ocasión para demostrar esa y otras destrezas. Y agrega: “Pero esa es apenas una parte del trabajo; la otra es más de formación y difusión del conocimiento: escogemos al azar o mediante una selección estudiada a un grupo de personas para que prueben, comparen, comenten sobre sabores y texturas”.
Este no muy común (no hay que llamarlo “extraño”, todavía) oficio, método o disciplina es llamado evaluación sensorial. Barreto dice que es una ciencia y un arte. Y abarca mucho más que el simple acto de probar un alim… un producto, y opinar que está maluco o sabroso, salado o amargo. A continuación, algo de esas profundidades, en la palabra de un especialista.
Viaje a los sentidos
Antes de la vena investigadora y estudiosa de los temas alimentarios, a Osmany Barreto se le desarrolló en su casa una que aparentemente no tiene conexión alguna con la anterior: la índole ñángara y militante, transmitida desde su familia, si no en los genes, al menos en el ejercicio diario de la conversa nutritiva.
Para nosotros en la casa es cromosómicamente imposible ser de derecha. Desde que tengo recuerdos mi papá era albañil y mi mamá ama de casa. Mi familia paterna, de Chivacoa, es comunista toda, ancestralmente. Tengo un tío que fue guerrillero urbano, se llamaba Rufino Escalona, y fue torturado. Yo me llamo Osmany como un homenaje al hermano de Camilo Cienfuegos. Crecimos leyendo el diario El Che en Bolivia, escuchando a Silvio. Mi tío Trino fue comunista de toda la vida, a mi casa iba Alí Primera a conversar con mis tíos, a reunirse allá y a hacer reuniones clandestinas en aquella vaina. Así que con el tiempo el interés por el tema de los sabores lo fui enriqueciendo con el de la soberanía alimentaria, y en eso justamente andamos ahora.
Barreto insiste en que el oficio del experto en detectar sabores no es una labor solitaria sino que debe complementarse con ejercicios de apreciación y discusión colectiva, y que de eso se trata el piquete “distinto” o renovador que andan aplicando en el CIEPE, con grupos de personas.

Una parte importante de las dinámicas que llevamos a cabo aquí se trata de que los chamos (han venido últimamente grupos del Semillero Científico) descubran con conciencia qué es lo que están probando, cuáles son las cosas que reconocen como propias. Pero esto de la evaluación sensorial tiene un origen y un desarrollo, nosotros no inventamos la evaluación sensorial. En los estudios y evolución de esa disciplina han participado franceses, norteamericanos, de allá vienen los estudios más importantes acerca de la evaluación sensorial. Pero sucede que hay unos esquemas que les funcionan a ellos, pero a nosotros no, hay cosas que los franceses y los gringos y los ingleses saben, pero que a nosotros no nos saben a nada.
Por ejemplo, dentro del protocolo de evaluación sensorial los creadores del concepto impusieron la degustación o cata de galletas de soda, para identificar texturas crujientes.
–¿Ese es un protocolo estándar para todo el mundo, el criterio de los estadounidenses y europeos? ¿Está escrito en algún manual de aplicación universal?
–Eso está escrito y además te dice la norma que tienes que aplicarlo. Claro, sí lo tienes que aplicar pero la trampa está en adaptarlo a tu realidad, a los referentes venezolanos. Por ejemplo, nosotros formamos a un panel de catadores expertos en café. Y te encuentras con lo siguiente: en las normas internacionales hay una vaina que se llama “tonos de arándano”. La gente está formando catadores y dentro de esos aromas o sabores para identificar está esa cosa ajena a nuestra cultura. ¿Cómo coño haces tú para identificar el sabor a arándano si en tu vida lo has probado? Entonces hemos aplicado nuestros propios referentes: mango, mango verde. Y empezamos a transformar eso y convertimos la experiencia en una cosa más nuestra, más autóctona. Se trata de crear una norma venezolana.

Por ejemplo, para eso de las texturas crujientes les damos a los chamos casabe en vez de galletas. No solamente casabe sino también naiboa. Al principio todo el mundo me decía: “eso no les va a gustar, a los chamos les gusta la galleta, untada con mermelada y tal. Entonces les quise demostrar que sí les gusta, porque eso está en nuestro ADN. Es imposible que a un chamo no le guste. Eso fue un éxito, los chamos hacían cola, coño, dame otra, quiero probar. “¿Cómo es que se llama?” Naiboa. Y se deletrea así y viene del oriente del país y se hace con yuca amarga y papelón y tal.
Después empezamos a hacerles torrejas y bocadillos de guayaba, bocadillos de plátano. A tratar de darle un matiz más soberano a los criterios, a los protocolos que se aplican desde la ciencia de evaluación sensorial.
–¿Entonces un catador sólo tiene que comparar el sabor de lo que está probando con algo que ya probó antes?
–Los catadores son personas comunes y corrientes que se van formando para catar ciertos productos: café, ron, hasta caraotas. ¿Qué sabores los identifican? Entonces yo no le puedo pedir a esa persona común y corriente que identifique dentro del espectro de sabores, el sabor arándano.
Lo primero que haces cuando pruebas algo es que inmediatamente recurres a la memoria. Las cosas que a ti te gustan hoy en día, te gustan porque te recuerdan la infancia. No puede haber otra forma. ¿Por qué nosotros estamos tan apegados al tema de la arepa, por ejemplo? O al tema de las caraotas, que ese es otro tema importante, y ya voy para allá. Pero primero vamos con el tema de la arepa. ¿Qué es lo primero sólido que te da tu mamá cuando te destetan? El corazón de la arepa, esmigajaíto, con los tres deditos, patica ‘e gato, con mantequilla y queso. Ese es el primer contacto de tu sentido del gusto con algo que viene del exterior, y además te lo da tu mamá.
Toda la eficacia en la venta masiva de arepas no tiene que ver con los benditos productos polar sino con que hay una conexión materna con ese sabor. Los industriales de la harina son unos oportunistas que tuvieron la suerte o la habilidad de agarrar ese negocio.

–¿Qué más aprenden esos chamos y chamas del Semillero Científico aquí? Para todo el mundo es fácil y natural identificar el sabor salado, el dulce. Pero ¿qué condición extra hace falta para trabajar en lo que tú trabajas?
–Lo importante de trabajar en el tema de evaluación sensorial es la conciencia de lo que captan los sentidos. Los desarrollas a partir de lo que te estoy diciendo de la formación, de ir entrenando tus sentidos, todos los sentidos. Nosotros, por ejemplo, hicimos hace un mes una cata de caraotas.

Osmany, que tenía atravesado en la garganta o en la punta de la lengua desde hace rato algo que decir sobre la caraota, al fin lo suelta, a raudales:
Semanas antes, en este espacio se cultivaron cuatro tipos de caraotas, o más bien una misma semilla de caraota pero cultivada de cuatro formas distintas. Una fue regada con sólo agua. Otra fue fertilizada con bioinsumos; humus, con criterio agroecológico. Otra, utilizando productos de la agroindustria, pero también con manejo agroecológico. Y otra a la que se le colocaron agroquímicos. Los químicos estándar de la agroindustria.
Se cosecharon esas caraotas, y las cocinamos en ollas distintas pero en las mismas condiciones, en la misma temperatura, con el mismo aliño. Reunimos a los trabajadores del CIEPE, los que querían participar, y les dijimos, ¿cómo haces tú la caraota? “Yo le he hecho orégano, yo le echo comino, yo le echo pimentón verde, yo le echo pimentón rojo”. Y logramos estandarizar entre ese grupo que iba a participar en la cata, cómo era el aliño estándar de unas caraotas en llano.
Las aliñamos y se las presentamos al panel de catadores a ciegas. Muestra uno, muestra dos, tres y cuatro. Ellos no sabían qué caraotas estaban comiendo. Su tarea era detectar qué sabores les parecían extraños, qué sabores les parecían familiares, irlos colocando en una planilla. Mira, me gustó más la muestra tal, me gustó la muestra tal. Participaron 25 catadores. Yo venía entusiasmado porque dije: aquí va a ganar lo agroecológico, porque no hay manera que a nosotros nos guste la otra. Terminamos el proceso. Hicimos la depuración de los datos, la compilación de todos los datos. Y la muestra ganadora fue la muestra cuatro: la que fue regada con agroquímicos.
¿Por qué les gustó eso? Porque la agroindustria nos enseñó ese sabor. Y no podemos competir con una actividad de muchos años metiéndole agroquímicos a las caraotas.

Pero hay más con el tema de la caraota.
–Nosotros tuvimos problemas para adaptarnos y aceptar el frijol chino, sencillamente a la gente no le gusta, y de hecho tuvimos que sacarlo de las bolsas del CLAP. Es que no hay nada en nuestra infancia que lleve frijol chino, nada que nos recuerde esa clave sensorial, ninguna festividad, ningún afecto. En cambio tenemos hallacas de caraota, empanadas de caraota, arepa con caraota y queso, pasta con caraota, arroz con caraota. Ese es el plato nacional, ¿cuántas veces nos ha salvado la caraota de la hambruna en el país?
–¿Quién decide o cómo se logra eso que llaman soberanía alimentaria en este o en cualquier país?
–La gente piensa que es desde un ministerio, desde una política. No, la soberanía alimentaria la decide la madre, la mujer que cocina en la casa. ¿Por qué? Porque si esa mujer no te da tapirama cuando estás carajito, tú no la vas a buscar cuando estás grande. ¿Quién la condiciona a ella? Ahí está el asunto, cómo hacemos nosotros para influir, no desde las altas esferas sino desde las comunidades, enseñarle que esa vaina es nuestra, que se parece a nosotros, que empecemos a aceptarla como nuestra.
Barreto discurre larga y apasionadamente entre los vericuetos del tema central, del que quedarán reflexiones para una próxima entrega. Insiste en que una sesión con niños a quienes se les ofrece naiboa va a ser algo imborrable para ellos, van a recordar toda la vida ese sabor y esa textura.

Pero el panorama no lo detecta victorioso:
–Nos preocupa muchísimo que cuando hacen una fiesta, por ejemplo, una fiesta infantil, entonces repartes perro caliente, repartes hamburguesa, repartes pizza. Cuando esos chamos tengan 50 años, ¿qué van a recordar? La hamburguesa. Creo que es un tema de seguridad nacional. Si los recuerdos de la infancia, que es lo que va a construir su identidad, está forjado en torno a la hamburguesa y al reggaetón, dentro de 50 años vamos a tener en la casa unos abuelos que para recordar sus tiempos mozos prepararán una hamburguesa y pondrán a sonar a Daddy Yankee. Que nuestra generación y la que vino antes identifiquemos la infancia con harina pan y maicina americana ya es una derrota grave. La harina precocida tiene menos de un siglo, en términos históricos eso es un ratico. Pero la referencia de la arepa real, de maíz, es ancestral, no tiene que ver con ese producto. En el tema alimentario tenemos que volver a los fogones. Y eso no es un discurso romántico ni nada, es que nosotros necesariamente tenemos que volver para allá.
–Estás explicando una clave muy fuerte para los caribeños: el sabor también se degusta con el oído, lo sabroso se paladea pero también se baila (por algo el nombre de la salsa).
–Correcto, todo lo que se refiere a los temas sensoriales, sobre todo eso de cómo los han usado para someter, nos lleva al tema central: que en el país estamos librando una lucha en defensa de la identidad, de la identidad nacional. Porque nos estamos enfrentando a enemigos muy poderosos que nos están tratando de borrar la memoria. ¿Y cómo borras la memoria de un pueblo? Dos cosas fundamentales: el habla y la comida. Si tú le modificas el habla y le modificas la comida, se acabó lo que se daba.

–¿Los saberes adquiridos vía sensorial son más potentes que los que adquieren por la lectura? ¿Hay un aprendizaje cerebral y uno corporal?
–Totalmente. Si tú no sientes una experiencia no hay manera de que la memoria lo registre. La experiencia está ligada incluso a los órganos, a la biología de tu cuerpo. Tus olores te recuerdan no solamente un producto, te recuerdan situaciones. La vista, el olfato. Laura Esquivel, la escritora mexicana, dice en su novela que la nacionalidad no la determina el sitio donde uno nace, sino los sabores y los aromas que te acompañan desde niño. Y no hay otra definición mejor para el tema de la nacionalidad que eso. Por eso es tan importante lo que hacemos con Semilleros Científicos, tratar de llevar a los chamos hacia sabores que les recuerden: epa, usted es de aquí, usted nació aquí, usted sabe así.
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Sobre Osmany Barreto: cuando muchacho, a sus 16 años de edad, tuvo el desconcertante tino de irse a estudiar en la Universidad Nacional Experimental de Yaracuy (UNEY), nomás porque el nombre de una de las dos carreras disponibles “le sonaba”: Ciencia y Cultura de la Alimentación. A partir de entonces emprendió veloz e intenso tránsito por el laberinto que es el tema de las soberanías, en el que se le atravesó una maestría de Ciencias de la Educación Superior en la Universidad de Sancti Spiritus, en Santiago de Cuba. Allí se graduó luego de presentar una tesis cuyo contenido ya no debe sorprender: “La cocina tradicional como fundamento de la identidad nacional”.
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4 comentarios
muy agradable conversa dentro de la inventadera, me preocupa varios errores ortográficos que el autor siendo periodista, deje pasar a través del filtro de la redacción está falla, no publique nada sin que alguien les lo que va a plasmar, gracias
Es cierto, me disculpo por eso, ya vamos corrigiendo. Nuestro deber, o uno de ellos, es entregar artículos impecables. Saludos
Que bueno el artículo, la alimentación es todo un tema cultural y de salud. Muy interesante trabajar en la memoria sensorial de los niños, para que tengan referencias de nuestros alimentos.
Cómo esperamos que les guste un alimento que ni siquiera le ofrecemos, que no hace parte de su menú cotidiano.
buen artículo, realmente lo sensorial evoca historias e identidad.